El Obelisco y su significado
Lo que comúnmente se llama un obelisco egipcio es en su voz original un tehen (o tejen), un monolito de cuerpo troncocónico con una punta piramidal recubierta de oro. Existen obeliscos que se estima que tienen cerca de 4000 años de antigüedad pertenecientes a la dinastía 12 (si no antes), y existen otros que sólo se pueden datar de unas pocas décadas después de Cristo.
Todos ellos (es decir, una serie de obeliscos datados en un intervalo de 2000 años) se extrajeron de la legendaria cantera de granito de Asuán (y este dato es importante porque existían otras canteras de granito en Egipto, pero los obeliscos proceden precisamente de esta). Estos obeliscos (o tehen) se colocaban en espacios cercanos a templos dedicados a Rá, deidad solar, y de hecho, muchos de ellos se elevaban originalmente en Heliópolis (la ciudad del sol). El tehen es –por tanto- un símbolo solar, o más concretamente “un rayo solar”, manifestación del sol, nombrado como Rá. Este Rá-Sol no sería un simple “dios” al modo idólatra que el estudioso moderno acostumbra a interpretar, ni tampoco un “astro” como objeto de estudio de un astrónomo.
Desde la perspectiva académica, el obelisco es interpretado muchas veces como un “símbolo fálico”, en una torpe confusión entre el contenido simbolizado y la forma simbólica (confusión muy típica en los universitarios). Recordemos que para los modernos, el símbolo no pasa de ser una mera “alusión”, y eso en el mejor de los casos. Sin embargo, ni para los egipcios antiguos (legítimos propietarios de estos obeliscos), ni para sus usurpadores europeos (romanos, católicos, franceses, ingleses…), el obelisco sería una alusión, ni una conmemoración, ni mucho menos una decoración.
Incluso los historiadores y arqueólogos modernos señalan y escriben en sus textos que “los obeliscos egipcios tenían la función de proteger mágicamente un templo” ¿Podrían tener hoy en día alguna función que no fuera esa?
Actualmente se tiene constancia de 27 obeliscos de comprobado origen egipcio- asuán. De esos 27, sólo 6 se encontrarían en la tierra que hoy corresponde a Egipto; 21 obeliscos andan repartidos por el ancho mundo, 13 de ellos se encontrarían tan sólo en Roma. Imaginemos las dificultades para transportar moles monolíticas de más de 180 toneladas desde Egipto hasta el Lazio. Se construían barcos especiales para llevar a cabo ese transporte, se usaban varias decenas de caballos para erigir la piedra en su nueva ubicación, un buen puñado de hombres moría en cada uno de estos proyectos monumentales. ¿Por qué el poder romano se tomaba esta gran molestia de transportar estos obeliscos para levantarlos en sus ciudades? ¿No sería más cómodo construir sus propios monolitos romanos como de hecho en otras ocasiones también hicieron? ¿Qué motivo tenían para llevar a cabo estos transportes que –incluso hoy en día- serían un trabajo colosal, una verdadera locura logística? Ignorando la respuesta a esta última pregunta, al menos se puede sospechar con fundamento que tenían un buen motivo…
Este motivo no puede ser la mera afición megalómana del César de turno (tal y como sostienen algunos historiadores), ni la conmemoración de victorias militares (por muy gloriosas que estas fueran), ni una pasión por el arte egipcio antiguo (al modo que la sienten hoy los fetichistas egiptólogos modernos) ¿De dónde viene esa obsesión romana por los obeliscos egipcios? ¿Se trata de una obsesión un tanto absurda o realmente los romanos sabían lo que hacían, y somos nosotros los que ignoramos todo sobre estas materias?
No sólo eso: de ser una obsesión, se trataría de una obsesión contagiosa. Si la Roma Imperial se interesó por los monolitos egipcios, la Roma Vaticana también.
También lo hicieron la Florencia renacentista, la Francia napoleónica, la Inglaterra victoriana, los Gobierno Federal norteamericano, el moderno estado de Israel… La obsesión por los obeliscos egipcios parece afectar a todo Occidente, pues todos los grupos de poder se han preocupado por tener un tehen (o una réplica moderna) en cada uno de sus centros. Por supuesto, es algo más que una obsesión: ¡Hay un obelisco egipcio en Nueva York, en las antípodas de su ubicación original! Sin embargo, la infantil versión histórica de todo esto es “Sí, a los europeos les gustan los obeliscos egipcios, y les gusta plantarlos cerca de su casa por capricho y por amor al arte.” Ya va siendo hora de dejar de respetar la versión académica por el hecho de ser académica, y aun siendo estúpida e insultante, como es en este caso.
El mundo moderno –tal y como hoy en día lo vivimos- es una red energética modificada con el propósito de que este mundo sea este mismo y no otro. Esta modificación se apoya en el desequilibrio de los polos, para posteriormente imponer un orden particular, un orden infra-humano, su orden. Una de las manifestaciones de ese desequilibrio sería el patriarcado extremo tan bien conocido en nuestro mundo, piedra angular del poder político, distorsión enfermiza del Principio Masculino Primordial antes explicado. Esta modificación desequilibrada volcada hacia el exceso de manifestación masculina se lleva a cabo a través de varios medios, y uno de ellos, la “arquitectura mágica”. Como elemento arquitectónico de esa magia estaría el obelisco, más particularmente el tehen egipcio, monolitos extraídos de la cantera de Asuán, principalmente erguidos en la Ciudad del Sol (Heliópolis), dedicados a la deidad solar-egipcia Rá (imagen después reivindicada por la masonería moderna y otros grupúsculos modernos). Estos elementos conforman una red energética particular en donde se pueden identificar los diferentes centros políticos de un mismo proyecto: la
construcción del mundo moderno.
Por lo tanto, esta red energética alterada y desequilibrada deliberadamente, sirve de base estructural para la construcción del mundo (tal y como el lector lo puede ver si mira desde su ventana), el cual no es otro que el Novus Ordo Seclorum del proyecto europeo, la “Gran Obra de Todas las Eras” masónica, en definitiva, la fuerza infrahumana actuando. Parte de esa base estructural energética son los obeliscos egipcios repartidos por todo el mundo, y las enormes réplicas imitativas que los modernos van a construir en sus ciudades.
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