Nuestro modelo de piedra viva es Jesucristo, la piedra angular sobre la cual todo el edificio es edificado. El está vivo con la vida de Dios y es nuestra fuente de vida «porque en Él habita toda la plenitud de la divinidad» (Col 2.9).
Como piedras vivas
La sola idea de piedra viva es una contradicción porque sencillamente no hay nada más muerto que una piedra. No se mueve, no respira, está fría. Pero esto no debe sorprendernos. El evangelio está lleno de nociones que contradicen a los conceptos del mundo, pues Jesús mismo fue puesto por «señal que será contradicha» (Lc 2.34). Por ello, la vida del cristiano está llena de lo que para el mundo son contradicciones, según dice Pablo: «como engañadores, pero veraces; como desconocidos, pero bien conocidos; como moribundos, mas he aquí vivimos; como castigados, mas no muertos; como entristecidos, mas siempre gozosos; como pobres, mas enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, mas poseyéndolo todo» (2 Co 6.8-10).
Nuestro modelo de piedra viva es Jesucristo, la piedra angular sobre la cual todo el edificio es edificado, (Is 28.16; 1 Pe 2.6). Está vivo con la vida de Dios y es nuestra fuente de vida «porque en Él habita toda la plenitud de la divinidad» (Col 2.9).
La piedra no escoge su lugar sino es colocada por el arquitecto de acuerdo a la ubicación prevista en sus planes.
Estamos vivos gracias a la vida que recibimos de Él cuando nacimos de lo alto. Como la vid transmite su vida a todos los renuevos que brotan en ella, así también nosotros tenemos vida si permanecemos en Él como sarmientos en la cepa (Jn 15.4-5).
Nadie es piedra viva para sí mismo, sino para ser utilizado en la edificación de la casa espiritual que Dios está construyendo para morada suya entre los hombres (Ef 2.22). El modelo de su construcción es el que vio Moisés en el espíritu y que sirvió también para el tabernáculo del desierto (Ex 26.30) y para el templo que edificó Salomón (Hb 8.5), hecho éste de piedras muertas.
Las piedras con que se construye el nuevo templo espiritual han sido sacadas de la cantera situada en el desierto que es el mundo, morada de búhos y chacales (Is 34.14-15). Cristo nos rescató del reino de las tinieblas y nos trajo al reino de su luz admirable (1 Pe 2.9), al valle florido donde se construye su templo.
Pero, antes de ser utilizados en su edificación, tenemos que ser tallados por Él. Primero a golpes potentes de mazo, luego, a medida que vamos tomando la forma que Él requiere, con cinceles cada vez más finos y golpes cada vez más precisos, hasta que por fin estamos listos para ser colocados en el sitio que Él ha previsto. La piedra no escoge su lugar sino es colocada por el arquitecto de acuerdo a la ubicación prevista en sus planes. Si la piedra se pusiera a discutir y se negara a ser colocada en su sitio, correría el peligro de ser descartada.
Una vez puesta en el lugar destinado, la piedra colabora en el equilibrio de las fuerzas dinámicas que rigen la construcción. La piedra soporta la presión de los bloques que están encima y, a su vez, es soportada por los que están debajo y a sus lados. Así, nosotros colaboramos con el sostenimiento del edificio «soportándonos unos a otros y perdonándonos unos a otros» (Col 3.13), y tratando de no ser un peso excesivo para las piedras que, a su vez, también nos soportan.
La piedra, una vez puesta en la pared, sufre sin quejarse ni protestar los embates del mal tiempo, del viento, la lluvia y la nieve.
¿Qué sería del edificio si las piedras del muro, asustadas por los embates de la tempestad, quisieran retirarse a un sitio más protegido?
No obstante, los bloques de piedra pueden resistir porque han sido «fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria, para toda paciencia y longanimidad» (Col 1.11).
Así como el alfarero nunca fabrica dos cántaros iguales, Dios nunca crea dos piedras iguales. La piedra que está en contacto con el mundo es machucada, golpeada, rayada por los transeúntes, pero, llena del amor de Dios «todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Co 13.7). En todo edificio bien construido hay piedras de diversas formas. Así como el alfarero nunca fabrica dos cántaros iguales, Dios nunca crea dos piedras iguales.
Las piedras cumplen, asimismo, diversas funciones de acuerdo a sus distintas formas. Si así no fuera, el edificio no sería «funcional», sino una construcción monótona, amorfa e inútil. «Si todo el cuerpo fuese ojo ¿dónde estaría el oído? Si todo fuese oído ¿dónde estaría el olfato?» pregunta Pablo en primera a Corintios (12.17).
Hay piedras que son cimientos: los apóstoles y profetas (Ef 2.20). Hay piedras que son columnas: sostienen las estructuras (Gá 2.9). En la base de las columnas hay piedras cuadradas, sólidas; hay piedras cilíndricas y bien pulidas en la espiga; otras son capiteles, de variadas formas, artísticamente labradas. Ellas alegran y dan vida al conjunto. Hay piedras curvas que forman parte de los arcos, unen una columna con otra, o muro con columna. La esbeltez de los arcos parece desafiar las leyes de la mecánica. El trazo de las uniones requiere osadía y firmeza, pero sin ellas el edificio no podría adquirir altura ni amplitud (Hab 3.19).
En los arcos y en las bóvedas hay piedras claves, colocadas en el medio, sin las cuales unos y otros se derrumbarían. Han sido cinceladas con gran precisión y colocadas con todo cuidado para que encajen perfectamente en el centro, sin inclinarse ni a un lado ni al otro. Son como balanzas fieles. Así hay cristianos que son llamados a juzgar entre hermano y hermano y deben hacerlo sin distinción de personas (St 2.9).
En el edificio hay piedras macizas, otras talladas en filigrana. Hay piedras visibles, admiradas por todos; hay piedras ocultas, cuya existencia nadie conoce, pero son las más necesarias. Son los intercesores que se colocan en la brecha por otros (Ez 22.30).
Hay piedras donde resuena la alabanza: son los músicos y cantores (Sal 95.1-3; Sal 150). Hay piedras en los vitrales, por donde entra la luz que ilumina a otros: son los maestros (2 Ti 2.2). Hay piedras en las puertas, por donde entran los convidados a la boda: son los evangelistas (2 Ti 4.5).
Hay piedras en las bóvedas que coronan el edificio, exaltadas (Jb 36.7). Hay piedras humildes, colocadas en el piso, por donde la congregación camina y que todos pisan. En el último día serán las más apreciadas (Lc 13.30).
Pero todas juntas forman el templo que Dios construye para morada suya. Como sus piedras son vivas y no muertas tienen una propiedad maravillosa: no sólo han sido edificadas como casa espiritual, sino también como «sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios» (1 Pe 2.5).
Jesucristo es la piedra angular «en quien todo el edificio bien coordinado va creciendo», «fruto de labios que confiesan su nombre» (Hb 13.15). Además, en el sitio que Dios les tiene asignado, ofrecen sacrificios de ayuda mutua, de los que Dios se agrada (Hb 13.16).Jesucristo es la piedra angular «en quien todo el edificio bien coordinado va creciendo» (Ef 2.21).
Si el edificio no crece en Cristo, tiene que ser desechado. Si se pone otro fundamento, es un templo falso. Hay tantos de estos templos falsos en el mundo que atraen a la gente, que han sido construidos sobre fundamentos engañosos. Sus piedras se creen vivas pero están muertas.
Nosotros queremos sacarlas de su engaño, limpiarlas de sus ídolos y traerlas a nuestro templo. Tenemos el mandato de Cristo para hacerlo y podemos lograrlo porque nuestro templo es un templo vivo, del que brotan aguas «debajo del umbral de la casa» (Ez 47.1), de la roca misma, que es Cristo (1 Co 10.4). Además, esta agua fluye hacia los campos resecos del mundo, primero como un riachuelo que poco a poco se va anchando, pero que luego aumenta hasta convertirse en un río de agua viva, en cuyas riberas «crece toda clase de árboles frutales, cuyas hojas nunca caen, ni falta su fruto» (Ez 47.12). Y toda alma que nade en esas aguas y beba de ellas vivirá eternamente.
(por José Belaunde)
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